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ÊÀÒÅÃÎÐÈÈ:






Las cartas de nadie




 

 

La fuga de la boa constrictor le acarreó a Harry el castigo más largo de su vida. Cuando le dieron permiso para salir de su alacena ya habían comenzado las vacaciones de verano y Dudley había roto su nueva filmadora, conseguido que su avión con control remoto se estrellara y, en la primera salida que hizo con su bicicleta de carreras, había atropellado a la anciana señora Figg cuando cruzaba Privet Drive con sus muletas.

Harry se alegraba de que el colegio hubiera terminado, pero no había forma de escapar de la banda de Dudley, que visitaba la casa cada día. Piers, Dennis, Malcolm y Gordon eran todos grandes y estúpidos, pero como Dudley era el más grande y el más estúpido de todos, era el jefe. Los demás se sen­tían muy felices de practicar el deporte favorito de Dudley: ca­zar a Harry

Por esa razón, Harry pasaba tanto tiempo como le resul­tara posible fuera de la casa, dando vueltas por ahí y pen­sando en el fin de las vacaciones, cuando podría existir un pequeño rayo de esperanza: en septiembre estudiaría secun­daria y, por primera vez en su vida, no iría a la misma clase que su primo. Dudley tenía una plaza en el antiguo colegio de tío Vernon, Smelting. Piers Polkiss también iría allí. Harry en cambio, iría a la escuela secundaria Stonewall, de la zona. Dudley encontraba eso muy divertido.

—Allí, en Stonewall, meten las cabezas de la gente en el inodoro el primer día —dijo a Harry—. ¿Quieres venir arriba y ensayar?

—No, gracias —respondió Harry—. Los pobres inodoros nunca han tenido que soportar nada tan horrible como tu ca­beza y pueden marearse. —Luego salió corriendo antes de que Dudley pudiera entender lo que le había dicho.

Un día del mes de julio, tía Petunia llevó a Dudley a Lon­dres para comprarle su uniforme de Smelting, dejando a Harry en casa de la señora Figg. Aquello no resultó tan terrible como de costumbre. La señora Figg se había fracturado la pierna al tropezar con un gato y ya no parecía tan encariñada con ellos como antes. Dejó que Harry viera la televisión y le dio un pedazo de pastel de chocolate que, por el sabor, parecía que había estado guardado desde hacía años.

Aquella tarde, Dudley desfiló por el salón, ante la fami­lia, con su uniforme nuevo. Los muchachos de Smelting lle­vaban frac rojo oscuro, pantalones de color naranja y som­brero de paja, rígido y plano. También llevaban bastones con nudos, que utilizaban para pelearse cuando los profesores no los veían. Debían de pensar que aquél era un buen entrena­miento para la vida futura.

Mientras miraba a Dudley con sus nuevos pantalones, tío Vernon dijo con voz ronca que aquél era el momento de ma­yor orgullo de su vida. Tía Petunia estalló en lágrimas y dijo que no podía creer que aquél fuera su pequeño Dudley, tan apuesto y crecido. Harry no se atrevía a hablar. Creyó que se le iban a romper las costillas del esfuerzo que hacía por no reírse.

A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el de­sayuno, un olor horrible inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el fregade­ro. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios flotando en agua gris.

—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frun­ció los labios, como hacía siempre que Harry se atrevía a pre­guntar algo.

—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.

Harry volvió a mirar en el recipiente.

—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.

—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy ti­ñendo de gris algunas cosas viejas de Dudley. Cuando termi­ne, quedará igual que los de los demás.

Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería que lle­vaba puestos pedazos de piel de un elefante viejo.

Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.

Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.

—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, de­trás de su periódico.

—Que vaya Harry

—Trae las cartas, Harry.

—Que lo haga Dudley.

—Pégale con tu bastón, Dudley.

Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el felpudo: una postal de Marge, la her­mana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry.

Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la bibliote­ca, así que nunca había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba, una carta diri­gida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible.

 

Señor H. Potter

Alacena Debajo de la Escalera

Privet Drive, 4

Little Whinging

Surrey

 

El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amari­llento, y la dirección estaba escrita con tinta verde esmeral­da. No tenía sello.

Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al so­bre y vio un sello de lacre púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que rodeaban una gran letra H.

—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la coci­na—. ¿Qué estás haciendo, comprobando si hay cartas-bom­ba? —Se rió de su propio chiste.

Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su car­ta. Entregó a tío Vernon la postal y la factura, se sentó y len­tamente comenzó a abrir el sobre amarillo.

Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgus­tado y echó una mirada a la postal.

—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal estado.

—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha re­cibido algo!

Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.

—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.

—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la misma veloci­dad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segun­dos adquirió el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.

—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.

Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la mantenía muy alta, fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la gargan­ta y dejó escapar un gemido.

—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!

Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dud­ley todavía estaban allí. Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la cabeza con el bastón de Smelting.

—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.

—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.

—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre.

Harry no se movió.

—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.

—¡Déjame verla! —exigió Dudley

—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha, furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradu­ra. Ganó Dudley, así que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la rendija que había entre la puerta y el suelo.

—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?

—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndo­nos —murmuró tío Vernon, agitado.

—Pero ¿qué podemos hacer, Vernon? ¿Les contestamos? Les decimos que no queremos...

Harry pudo ver los zapatos negros brillantes de tío Vernon yendo y viniendo por la cocina.

—No —dijo finalmente—. No, no les haremos caso. Si no reciben una respuesta... Sí, eso es lo mejor... No haremos nada...

—Pero...

—¡No pienso tener a uno de ellos en la casa, Petunia! ¿No lo juramos cuando recibimos y destruimos aquella peli­grosa tontería?

Aquella noche, cuando regresó del trabajo, tío Vernon hizo algo que no había hecho nunca: visitó a Harry en su ala­cena.

—¿Dónde está mi carta? —dijo Harry, en el momento en que tío Vernon pasaba con dificultad por la puerta—. ¿Quién me escribió?

—Nadie. Estaba dirigida a ti por error —dijo tío Vernon con tono cortante—. La quemé.

—No era un error —dijo Harry enfadado—. Estaba mi alacena en el sobre.

—¡SILENCIO! —gritó el tío Vernon, y unas arañas caye­ron del techo. Respiró profundamente y luego sonrió, esfor­zándose tanto por hacerlo que parecía sentir dolor.

—Ah, sí, Harry, en lo que se refiere a la alacena... Tu tía y yo estuvimos pensando... Realmente ya eres muy mayor para esto... Pensamos que estaría bien que te mudes al se­gundo dormitorio de Dudley

—¿Por qué? —dijo Harry

—¡No hagas preguntas! —exclamó—. Lleva tus cosas arriba ahora mismo.

La casa de los Dursley tenía cuatro dormitorios: uno para tío Vernon y tía Petunia, otro para las visitas (habitual­mente Marge, la hermana de Vernon), en el tercero dormía Dudley y en el último guardaba todos los juguetes y cosas que no cabían en aquél. En un solo viaje Harry trasladó todo lo que le pertenecía, desde la alacena a su nuevo dormitorio. Se sentó en la cama y miró alrededor. Allí casi todo estaba roto. La filmadora estaba sobre un carro de combate que una vez Dudley hizo andar sobre el perro del vecino, y en un rin­cón estaba el primer televisor de Dudley, al que dio una pata­da cuando dejaron de emitir su programa favorito. También había una gran jaula que alguna vez tuvo dentro un loro, pero Dudley lo cambió en el colegio por un rifle de aire compri­mido, que en aquel momento estaba en un estante con la punta torcida, porque Dudley se había sentado encima. El resto de las estanterías estaban llenas de libros. Era lo único que pa­recía que nunca había sido tocado.

Desde abajo llegaba el sonido de los gritos de Dudley a su madre.

—No quiero que esté allí... Necesito esa habitación... Échalo...

Harry suspiró y se estiró en la cama. El día anterior ha­bría dado cualquier cosa por estar en aquella habitación. Pero en aquel momento prefería volver a su alacena con la carta a estar allí sin ella.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, todos esta­ban muy callados. Dudley se hallaba en estado de conmo­ción. Había gritado, había pegado a su padre con el bastón de Smelting, se había puesto malo a propósito, le había dado una patada a su madre, arrojado la tortuga por el techo del inver­nadero, y seguía sin conseguir que le devolvieran su habita­ción. Harry estaba pensando en el día anterior, y con amargu­ra pensó que ojalá hubiera abierto la carta en el vestíbulo. Tío Vernon y tía Petunia se miraban misteriosamente.

Cuando llegó el correo, tío Vernon, que parecía hacer es­fuerzos por ser amable con Harry, hizo que fuera Dudley. Lo oyeron golpear cosas con su bastón en su camino hasta la puerta. Entonces gritó.

—¡Hay otra más! Señor H. Potter, El Dormitorio Más Pe­queño, Privet Drive, 4...

Con un grito ahogado, tío Vernon se levantó de su asien­te y corrió hacia el vestíbulo, con Harry siguiéndolo. Allí tuvo que forcejear con su hijo para quitarle la carta, lo que le re­sultaba difícil porque Harry le tiraba del cuello. Después de un minuto de confusa lucha, en la que todos recibieron golpes del bastón, tío Vernon se enderezó con la carta de Harry arrugada en su mano, jadeando para recuperar la respira­ción.

—Vete a tu alacena, quiero decir a tu dormitorio —dijo a Harry sin dejar de jadear—. Y Dudley.. Vete... Vete de aquí.

Harry paseó en círculos por su nueva habitación. Alguien sabía que se había ido de su alacena y también parecía saber que no había recibido su primera carta. ¿Eso significaría que lo intentarían de nuevo? Pues la próxima vez se ase­guraría de que no fallaran. Tenía un plan.

 

 

El reloj despertador arreglado sonó a las seis de la mañana siguiente. Harry lo apagó rápidamente y se vistió en silen­cio: no debía despertar a los Dursley. Se deslizó por la escale­ra sin encender ninguna luz.

Esperaría al cartero en la esquina de Privet Drive y reco­gería las cartas para el número 4 antes de que su tío pudiera encontrarlas. El corazón le latía aceleradamente mientras atravesaba el recibidor oscuro hacia la puerta.

—¡AAAUUUGGG!

Harry saltó en el aire. Había tropezado con algo grande y fofo que estaba en el felpudo... ¡Algo vivo!

Las luces se encendieron y, horrorizado, Harry se dio cuenta de que aquella cosa fofa y grande era la cara de su tío. Tío Vernon estaba acostado en la puerta, en un saco de dor­mir, evidentemente para asegurarse de que Harry no hiciera exactamente lo que intentaba hacer. Gritó a Harry durante media hora y luego le dijo que preparara una taza de té. Harry se marchó arrastrando los pies y, cuando regresó de la cocina, el correo había llegado directamente al regazo de tío Vernon. Harry pudo ver tres cartas escritas en tinta verde.

—Quiero... —comenzó, pero tío Vernon estaba rompien­do las cartas en pedacitos ante sus ojos.

Aquel día, tío Vernon no fue a trabajar. Se quedó en casa y tapió el buzón.

—¿Te das cuenta? —aexplicó a tía Petunia, con la boca lle­na de clavos—. Si no pueden entregarlas, tendrán que dejar de hacerlo.

—No estoy segura de que esto resulte, Vernon.

—Oh, la mente de esa gente funciona de manera extra­ña, Petunia, ellos no son como tú y yo —dijo tío Vernon, tra­tando de dar golpes a un clavo con el pedazo de pastel de fru­ta que tía Petunia le acababa de llevar.

 

 

El viernes, no menos de doce cartas llegaron para Harry. Como no las podían echar en el buzón, las habían pasado por debajo de la puerta, por entre las rendijas, y unas po­cas por la ventanita del cuarto de baño de abajo.

Tío Vernon se quedó en casa otra vez. Después de que­mar todas las cartas, salió con el martillo y los clavos para asegurar la puerta de atrás y la de delante, para que nadie pudiera salir. Mientras trabajaba, tarareaba De puntillas entre los tulipanes y se sobresaltaba con cualquier ruido.

 

 

El sábado, las cosas comenzaron a descontrolarse. Veinti­cuatro cartas para Harry entraron en la casa, escondidas entre dos docenas de huevos, que un muy desconcertado le­chero entregó a tía Petunia, a través de la ventana del salón. Mientras tío Vernon llamaba a la oficina de correos y a la lechería, tratando de encontrar a alguien para quejarse, tía Petunia trituraba las cartas en la picadora.

—¿Se puede saber quién tiene tanto interés en comuni­carse contigo? —preguntaba Dudley a Harry, con asombro.

 

 

La mañana del domingo, tío Vernon estaba sentado ante la mesa del desayuno, con aspecto de cansado y casi enfermo, pero feliz.

—No hay correo los domingos —les recordó alegremen­te, mientras ponía mermelada en su periódico—. Hoy no lle­garán las malditas cartas...

Algo llegó zumbando por la chimenea de la cocina mien­tras él hablaba y le golpeó con fuerza en la nuca. Al momento siguiente, treinta o cuarenta cartas cayeron de la chimenea como balas. Los Dursley se agacharon, pero Harry saltó en el aire, tratando de atrapar una.

—¡Fuera! ¡FUERA!

Tío Vernon cogió a Harry por la cintura y lo arrojó al reci­bidor. Cuando tía Petunia y Dudley salieron corriendo, cu­briéndose la cara con las manos, tío Vernon cerró la puerta con fuerza. Podían oír el ruido de las cartas, que seguían cayendo en la habitación, golpeando contra las paredes y el suelo.

—Ya está —dijo tío Vernon, tratando de hablar con cal­ma, pero arrancándose, al mismo tiempo, parte del bigote—. Quiero que estéis aquí dentro de cinco minutos, listos para irnos. Nos vamos. Coged alguna ropa. ¡Sin discutir!

Parecía tan peligroso, con la mitad de su bigote arranca­do, que nadie se atrevió a contradecirlo. Diez minutos des­pués se habían abierto camino a través de las puertas tapia­das y estaban en el coche, avanzando velozmente hacia la autopista. Dudley lloriqueaba en el asiento trasero, pues su padre le había pegado en la cabeza cuando lo pilló tratando de guardar el televisor, el vídeo y el ordenador en la bolsa.

Condujeron. Y siguieron avanzando. Ni siquiera tía Pe­tunia se atrevía a preguntarle adónde iban. De vez en cuan­do, tío Vernon daba la vuelta y conducía un rato en sentido contrario.

—Quitárnoslos de encima... perderlos de vista... —mur­muraba cada vez que lo hacía.

No se detuvieron en todo el día para comer o beber. Al lle­gar la noche Dudley aullaba. Nunca había pasado un día tan malo en su vida. Tenía hambre, se había perdido cinco pro­gramas de televisión que quería ver y nunca había pasado tanto tiempo sin hacer estallar un monstruo en su juego de ordenador.

Tío Vernon se detuvo finalmente ante un hotel de aspec­to lúgubre, en las afueras de una gran ciudad. Dudley y Harry compartieron una habitación con camas gemelas y sábanas húmedas y gastadas. Dudley roncaba, pero Harry permane­ció despierto, sentado en el borde de la ventana, contemplan­do las luces de los coches que pasaban y deseando saber...

Al día siguiente, comieron para el desayuno copos de tri­go, tostadas y tomates de lata. Estaban a punto de terminar, cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.

—Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en el mostrador de entrada.

Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde:

 

Señor H. Potter

Habitación 17

Hotel Railview

Cokeworth

 

Harry fue a coger la carta, pero tío Vernon le pegó en la mano. La mujer los miró asombrada.

—Yo las recogeré —dijo tío Vernon, poniéndose de pie rá­pidamente y siguiéndola.

 

 

—¿No sería mejor volver a casa, querido? —sugirió tía Petu­nia tímidamente, unas horas más tarde, pero tío Vernon no pareció oírla. Qué era lo que buscaba exactamente, nadie lo sabía. Los llevó al centro del bosque, salió, miró alrededor, negó con la cabeza, volvió al coche y otra vez lo puso en mar­cha. Lo mismo sucedió en medio de un campo arado, en mi­tad de un puente colgante y en la parte más alta de un apar­camiento de coches.

—Papá se ha vuelto loco, ¿verdad? —preguntó Dudley a tía Petunia aquella tarde. Tío Vernon había aparcado en la costa, los había encerrado y había desaparecido.

Comenzó a llover. Gruesas gotas golpeaban el techo del coche. Dudley gimoteaba.

—Es lunes —dijo a su madre—. Mi programa favorito es esta noche. Quiero ir a algún lugar donde haya un televisor.

Lunes. Eso hizo que Harry se acordara de algo. Si era lu­nes (y habitualmente se podía confiar en que Dudley supiera el día de la semana, por los programas de la televisión), en­tonces, al día siguiente, martes, era el cumpleaños número once de Harry. Claro que sus cumpleaños nunca habían sido exactamente divertidos: el año anterior, por ejemplo, los Durs­ley le regalaron una percha y un par de calcetines viejos de tío Vernon. Sin embargo, no se cumplían once años todos los días.

Tío Vernon regresó sonriente. Llevaba un paquete largo y delgado y no contestó a tía Petunia cuando le preguntó qué había comprado.

—¡He encontrado el lugar perfecto! —dijo—. ¡Vamos! ¡Todos fuera!

Hacia mucho frío cuando bajaron del coche. Tío Vernon señalaba lo que parecía una gran roca en el mar. Y, encima de ella, se veía la más miserable choza que uno se pudiera ima­ginar. Una cosa era segura, allí no había televisión.

—¡Han anunciado tormenta para esta noche! —anunció alegremente tío Vernon, aplaudiendo—. ¡Y este caballero aceptó gentilmente alquilarnos su bote!

Un viejo desdentado se acercó a ellos, señalando un viejo bote que se balanceaba en el agua grisácea.

—Ya he conseguido algo de comida —dijo tío Vernon—. ¡Así que todos a bordo!

En el bote hacía un frío terrible. El mar congelado los salpicaba, la lluvia les golpeaba la cabeza y un viento gélido les azotaba el rostro. Después de lo que pareció una eterni­dad, llegaron al peñasco, donde tío Vernon los condujo hasta la desvencijada casa.

El interior era horrible: había un fuerte olor a algas, el viento se colaba por las rendijas de las paredes de madera y la chimenea estaba vacía y húmeda. Sólo había dos habita­ciones.

La comida de tío Vernon resultó ser cuatro plátanos y un paquete de patatas fritas para cada uno. Trató de encender el fuego con las bolsas vacías, pero sólo salió humo.

—Ahora podríamos utilizar una de esas cartas, ¿no? —dijo alegremente.

Estaba de muy buen humor. Era evidente que creía que nadie se iba a atrever a buscarlos allí, con una tormenta a pun­to de estallar. En privado, Harry estaba de acuerdo, aunque el pensamiento no lo alegraba.

Al caer la noche, la tormenta prometida estalló sobre ellos. La espuma de las altas olas chocaba contra las paredes de la cabaña y el feroz viento golpeaba contra los vidrios de las ventanas. Tía Petunia encontró unas pocas mantas en la otra habitación y preparó una cama para Dudley en el sofá. Ella y tío Vernon se acostaron en una cama cerca de la puer­ta, y Harry tuvo que contentarse con un trozo de suelo y ta­parse con la manta más delgada.

La tormenta aumentó su ferocidad durante la noche. Harry no podía dormir. Se estremecía y daba vueltas, tratan­do de ponerse cómodo, con el estómago rugiendo de hambre. Los ronquidos de Dudley quedaron amortiguados por los truenos que estallaron cerca de la medianoche. El reloj lumi­noso de Dudley, colgando de su gorda muñeca, informó a Harry de que tendría once años en diez minutos. Esperaba acostado a que llegara la hora de su cumpleaños, pensando si los Dursley se acordarían y preguntándose dónde estaría en aquel momento el escritor de cartas.

Cinco minutos. Harry oyó algo que crujía afuera. Esperó que no fuera a caerse el techo, aunque tal vez hiciera más ca­lor si eso ocurría. Cuatro minutos. Tal vez la casa de Privet Drive estaría tan llena de cartas, cuando regresaran, que po­dría robar una.

Tres minutos para la hora. ¿Por qué el mar chocaría con tanta fuerza contra las rocas? Y (faltaban dos minutos) ¿qué era aquel ruido tan raro? ¿Las rocas se estaban desplomando en el mar?

Un minuto y tendría once años. Treinta segundos... vein­te... diez... nueve... tal vez despertara a Dudley, sólo para mo­lestarlo... tres... dos... uno...

BUM.

Toda la cabaña se estremeció y Harry se enderezó, mi­rando fijamente a la puerta. Alguien estaba fuera, llamando.

 

 






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